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Nuevos Medios, Viejas Preguntas

El Evangelio canónico de la vida moderna

Por Salvador Banchero
NMVP - Vol. I, nº 010

Desde el balcón de mi apartamento, ubicado en un décimo piso, alcanzo a ver un panorama de edificios viejos y nuevos del centro de mi ciudad. Cada tanto me gusta fijar la vista en algunas de las pequeñas ventanas, desde donde se asoman pequeñas escenas cotidianas. Otras veces me recreo en el beneficio de la perspectiva, la ventaja que permite una conciencia simultánea del movimiento interior de varias ventanas a la vez. Ellos habrán de percibirse como una sumatoria de unidades. Pero yo los veo como un todo, orgánico. Lo mismo pensarán de mí y de mi edificio desde allí.

Desde el balcón de mi apartamento también veo una iglesia, metodista. Una construcción elevada en los primerísimos años del siglo pasado y que curiosamente se refleja, espejada, en la fachada de un moderno edificio de piel de vidrio. Un reflejo algo distorsionado, partido, estrictamente más aproximado que fiel. Tal vez como todo reflejo de un pasado visto desde el hoy.

Me gana inmediatamente la necesidad de saber exactamente cuándo fue construida esta iglesia. Como un acto reflejo tomo el teléfono y éste me indica que fue abierta al público en el año 1903. Entre la inquietud y la respuesta no llegó a transcurrir ni siquiera un minuto.

El pecado de la gula

Sé que ese 1903 es un número que olvidaré pronto. En pocos días será un número como cualquier otro, perdido bajo una montaña de informaciones que también pasarán al olvido. Pero no pude evitar la compulsión por conocerlo, por saber que estaba ahí, por el mero hecho de saciar una sed de información que ni siquiera estoy seguro de haber tenido. ¿Para qué entonces? Veamos adónde nos lleva esa pregunta que ningún motor de búsqueda nos puede responder…

Cuando era pequeño y le preguntaba a alguno de mis padres el significado de alguna palabra me alentaban a que consultara el diccionario. En ocasiones me ganaba la pereza de ir hasta el estante y ante la ausencia de una respuesta de mis progenitores dejaba atrás la inquietud, sencillamente me desapegaba de ella sin problema alguno.

Cuando eso pasaba, mi padre me cuestionaba cómo podía seguir así sin más, sabiendo que la respuesta a una interrogante descansaba muda en un diccionario que había decidido no consultar. Visto desde el hoy supongo que, de algún modo, simplemente me vinculaba amistosamente con la ignorancia, decidía abrazarla conscientemente y no sentía la menor amenaza en su naturaleza desafiante.

Sin embargo, pasados todos estos años, por alguna razón algo se ha invertido en esa conducta frente a la información. Mi padre, que dispone de un teléfono con conexión a Internet, mantiene su inmediata actitud de consulta, aunque hoy resuelta en los estantes virtuales de la Red. Sin embargo yo ya no puedo ser aquel. Ni siquiera logro relacionarme muy bien con la paciencia y el ejercicio, no ya de adquirir una información nueva, sino de recordar alguna olvidada.

Aquellas recreativas jornadas en eternas discusiones con amigos acerca de la alineación de un equipo de fútbol del pasado, o en qué disco fue publicada determinada canción, se han transformado en meros instantes de inmediata y aséptica resolución. Punto. Y pasamos a lo siguiente. Pero ¿qué es lo siguiente?

Dato nuestro que estás en los cielos…

Seguramente todos hemos escuchado hablar ya de Dataísmo, un concepto acuñado por el periodista David Brooks en una columna del New York Times publicada poco más de cinco años atrás. El Dataísmo refleja la creciente inclinación a optar por la representación simbólica de los datos del Big Data como herramientas de análisis mas confiables y con menos sesgos cognitivos.

Pero también parece acertada la idea del Dataísmo como un correlato con el modo en que las religiones han moldeado las conductas y valores de diversas sociedades a través del tiempo. En varios aspectos de nuestra cotidianidad el dato ha ocupado un rol central. Nosotros mismos nos hemos convertido en un cúmulo de datos, hemos hecho eso de nosotros mismos. Me consta que nos gusta pensar que algún tipo de malvada entelequia global nos ha convertido en eso con un pretexto de control, pero la verdad es mucho más natural y simple: hemos sido cada uno de nosotros quienes fuimos colaborando en hilar esta realidad.

En alguna parte de la historia nos transformamos en adictos de lo cuantificable, atraídos por la miel de lo medible, enamorados de la estadística como espada concluyente que diese muerte a nuestros dolores.

Hemos rendido nuestros desvelos al altar del conocimiento en tanto adquisición de datos o información. Bastante por encima del propósito que tenga tal posesión. Es decir, una convención implícita de "tengamos", que ya luego veremos "para qué tenemos". Algo así como la diferencia entre conocimiento y sabiduría, donde la segunda se recuesta más en cómo aplicaremos el conjunto de conocimientos adquiridos.

La inmensa mayoría de los sistemas que nos hemos creado para vivir (y sobrevivir) proceden de una concepción estadística de datos. Nuestros sistemas de organización gubernamental, de diagnostico y aplicación médica, de planificación o estructura socioeconómica, de modelos de consumo: todos giran alrededor de una cosmovisión cuyo centro de gravedad es siempre el dato.

El mismo dato que puede reducirnos a interpretarnos como una serie de informaciones extraídas de un análisis de sangre, para determinar si estamos de un lado o del otro de la línea de lo "saludable", o a representar nuestra capacidad para relacionarnos en función de likes, followers o la performance analítica de aquello que decidimos mostrar de nosotros.

De ahí el Dataísmo, de haber fundido las fronteras entre el medio y el fin haciendo de ellos una sola cosa. El dato como finalidad en sí misma.

Santificado sea tu propósito…

En la entrega anterior de esta newsletter se ponía en cuestión la idea de apoyar toda decisión editorial de contenidos en base al estricto cruce de datos operados por algoritmos. No se trata, naturalmente, de un alegato en favor de lo humano en contraposición a la idoneidad de las propias herramientas que éstos han creado. Fundamentalmente porque las herramientas carecen de un propósito inmanente, enjuiciar al martillo o al pincel es una forma de evadir el verdadero conflicto.

Días atrás publicamos en el canal de Dobcast el programa Divino Tesoro, una serie de conversaciones con ancianos sobre las preguntas que aún nos desafían como seres sensibles, las que permanecen inalteradas desde que aprendimos a tallar una piedra hasta hoy. Fuimos sorprendidos por una gran cantidad de valiosos comentarios llenos de apreciaciones subjetivas respecto de sus emociones al verlo. Tanto a través de redes sociales como personalmente o en respuesta a correos electrónicos que fueron enviados más como un gesto anacrónico que como una necesidad o estrategia de distribución.
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